Desafío al empresariado

La versión de la 4T que encabeza la presidenta Sheinbaum pretende alcanzar una sociedad menos desigual, en el contexto de una economía de mercado en la que el empresariado nacional está en déficit en su papel como motor principal; la 4T tiene, además, que avanzar en un entorno internacional desfavorable, por decirlo pronto, y afrontar la amenaza social, económica y política que representa la delincuencia organizada y la corrupción que, entre otras cosas, la hace posible.
En torno a ese núcleo de desafíos, hay varios círculos concéntricos en los que orbitan problemas críticos, como la urgencia de modernizar y elevar la eficiencia de la administración pública, la calidad de los servicios de educación y salud, aumentar los ingresos fiscales, recuperar la soberanía energética y alimentaria, asegurar que la reforma judicial realmente actúe con independencia y afirme los derechos sociales y, no menos importante, salir del estancamiento económico.
Así como la desigualdad es el mayor problema social y político del país, el estancamiento en inversiones del sector privado nacional es el que tiene mayores consecuencias económicas. La desaceleración empezó durante el sexenio de Fox (2.2 por ciento de crecimiento anual promedio durante 18 años, y 0.8 por ciento durante el sexenio de López Obrador).
En la lógica del mercado, el aumento constante de inversiones productivas es condición para crecer; al sector público le corresponde crear condiciones macroeconómicas favorables a las inversiones y asegurar que el reparto de la riqueza generada sea equitativo entre empresarios y sus trabajadores (30-70% es el reparto entre utilidades y salarios en Europa; en México es a la inversa); para cumplir con esa función, que tiende a fortalecer el mercado interno, el gobierno tiene a su alcance medidas fiscales para sustentar políticas públicas de salud, educación y vivienda de beneficio mayoritario, y el ejercicio de políticas salariales que favorezcan la equidad.
Por su parte, al sector privado le correspondería invertir con los riesgos inherentes que asume todo emprendedor en la competencia mercantil, cosa que en México ocurre por excepción, porque, a diferencia de algunas economías europeas y de la estadounidense, donde históricamente fueron los emprendedores quienes determinaron el orden jurídico e institucional del Estado, en América Latina el empresariado tuvo que ser creado por el Estado, revolucionario en nuestro caso.
México se declaró capitalista antes de que hubiera capitalistas en el país. Tras el porfiriato, la economía carecía de un empresariado con conciencia y actitud de clase, y de campesinos y obreros con libertad laboral, dos condiciones ineludibles de una economía de mercado.
Al empresariado, creado bajo el lema del nacionalismo revolucionario, que luego se transformó en nacionalismo económico, se le prodigaron toda suerte de estímulos y un mercado cautivo para que creciera a sus anchas, sin riesgos, lo que hizo que careciera del acicate de la competencia mercantil para invertir en ciencia, tecnología e innovaciones.
Cuando el gobierno de Carlos Salinas abrió el mercado interno al libre comercio internacional, la incipiente industria del país perdió múltiples cadenas de valor que se habían formado en el esquema proteccionista; también se abrió la economía a las inversiones extranjeras, entre otras maneras mediante el programa de Industrialización Fronteriza, consistente en la oferta de mano de obra barata y disciplinada, importación de insumos sin pagar aranceles y otros incentivos fiscales a inversionistas exportadores.
Las maquiladoras así creadas terminaron por superar al resto de la planta industrial del país en dinamismo de crecimiento —en su mayor parte de capital extranjero— hasta convertirse en el sector responsable de las exportaciones manufactureras con el 67% de las mismas, y de aproximadamente el 62% del total de las exportaciones del país.
Es el resultado de décadas de creciente brecha en inversiones de capital nacional y extranjero; por ejemplo, mientras la inversión total apenas creció a una tasa media anual de 0.9 por ciento entre el fin de 2018 y la mitad de 2025, la inversión extranjera directa (IED) lo hizo a un ritmo de 10 por ciento al año. De hecho, la IED del primer semestre de este año más que duplicó la del mismo periodo del 2018.
En la formación bruta de capital fijo en México, la inversión privada —nacional y extranjera— representa 88.5% del total y la pública el 11.5%, una proporción aproximada de 7 a 1 entre una y otra. La presidenta se ha empeñado en atraer las inversiones de capital nacional porque el capital privado es insustituible y, como sea, es mejor tener uno con nacionalidad que el dominio del extranjero.
No obstante, como ha escrito Gerardo Esquivel en Milenio, “la inversión privada se contrajo en 5% anual entre enero y abril de este año con respecto a 2024; el problema es que la inversión nada más no fluye. Y es sabido que sin inversión no hay crecimiento económico ni generación de empleo”.
En este contexto en el que la inversión privada nacional no fluye, a diferencia de la Inversión Extranjera Directa (IED), que sí lo hace, la presidenta Sheinbaum hizo un llamado, un desafío a los empresarios a comprometerse con el futuro de la nación.
La cité en mi colaboración de la semana pasada y vuelvo a hacerlo ahora; dijo en el mensaje por su primer informe el 1 de septiembre: “Aprovecho para convocar respetuosamente a las y los empresarios de nuestro país a sumarse con decisión al Plan México con inversión productiva, innovadora, y a que avancemos con una banca que genere mejores condiciones de crédito. México requiere de empresarios todavía más activos y visionarios, y profundamente comprometidos con el futuro de la nación”.

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