“No me salgan con que la ley es la ley”: lecciones de AMLO para Trump

La célebre frase de Andrés Manuel López Obrador —“no me salgan con que la ley es la ley”— parecía hasta hace poco solo un rasgo pintoresco de la política mexicana.
Sin embargo, hoy adquiere actualidad en el corazón de Estados Unidos, donde la presidencia de Donald Trump se enfrenta a una advertencia judicial de gran calado y, al mismo tiempo, ensaya mecanismos de presión sobre la Reserva Federal que cuestionan el andamiaje institucional de ese país.
Una corte federal de apelaciones confirmó hace pocos días que una parte sustantiva de los aranceles globales impuestos por Trump carece de sustento legal.
El tribunal coincidió con la Corte de Comercio Internacional (CIT) en que el presidente excedió su autoridad al intentar amparar sus medidas en la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional (IEEPA). Esa legislación, diseñada para enfrentar amenazas excepcionales, no faculta al Ejecutivo para crear impuestos a la importación por decreto.
El fallo devuelve al Congreso la prerrogativa de definir aranceles y subraya que sólo mediante delegación explícita puede la Casa Blanca actuar en este terreno.
El resultado es claro: Trump intentó, mediante una interpretación expansiva de “emergencia nacional”, usar la IEEPA como un atajo para imponer tarifas universales, primero como respuesta a China y después con el argumento de frenar el flujo de fentanilo. La justicia lo ha frenado… por ahora.
Sin embargo, la Casa Blanca no ha retrocedido. Amparado en la lentitud procesal y en la posibilidad de que la Suprema Corte reevalúe el asunto, Trump ha decidido mantener los aranceles mientras tanto, descalificando a los jueces e insistiendo en la validez de su estrategia.
Al final, se va a salir con la suya, pues sus mayorías en la Cámara de Representantes y en el Senado, en el extremo, terminarían cediéndole esa facultad.
Pero, la actitud desafiante de Trump frente al tribunal es preocupante. Aunque formalmente el fallo no ordena una suspensión inmediata, el mensaje político en la respuesta de Trump es devastador: los límites judiciales son negociables cuando interfieren con la agenda presidencial.
Es decir, no me salgan con el cuento de que la ley es la ley.
La cultura de respeto a la sentencia, pieza central del Estado de derecho estadounidense, se erosiona en la práctica. Lo que debería ser una regla clara —el acatamiento a la decisión judicial— se convierte en una cuestión opinable, subordinada a la conveniencia de la Casa Blanca.
La erosión no se limita al frente comercial. Paralelamente, el Ejecutivo ha emprendido un intento inédito de remover a una gobernadora de la Reserva Federal, Lisa Cook, con el argumento de “causa justificada”, sin que medie un proceso penal ni pruebas que lo sostengan.
Cook impugnó su despido en los tribunales y, por ahora, una jueza federal mantiene en suspenso la destitución. El episodio revela un impulso inquietante: subordinar a la Fed, la institución llamada a preservar la estabilidad monetaria, mediante la remoción discrecional de sus integrantes.
Si los aranceles ilegales muestran la tentación de redefinir las competencias del Congreso, el caso Cook exhibe el intento de someter a un banco central independiente a la lógica partidista.
Ambos procesos responden a la misma pulsión: moldear la ley como un obstáculo administrativo, reinterpretarla según la conveniencia del momento y, en última instancia, convertirla en un instrumento de poder político.
¿Le suena conocido?
Para Estados Unidos, el costo es doble. En el plano económico, la incertidumbre sobre la legalidad de los aranceles arroja otra dosis de incertidumbre en el panorama económico.
En el plano jurídico, la ambigüedad deliberada respecto al cumplimiento de fallos y a la independencia de la Fed mina la previsibilidad institucional que ha sido la ventaja competitiva de Estados Unidos durante más de un siglo.
Cuando se instala la idea de que el presidente puede remover gobernadores incómodos de la Fed o mantener tarifas cuestionadas por los jueces, los mercados eventualmente van a descontar mayores primas de riesgo y la credibilidad del dólar como refugio financiero se ve afectada adicionalmente.
En el ámbito internacional, la señal es aún más delicada. Si la primera economía del mundo normaliza la política por encima del derecho, otros gobiernos se sentirán autorizados para romper sus propios diques legales.
Podríamos ver la proliferación de aranceles improvisados, represalias, litigios cruzados y un debilitamiento del marco común que sostiene el comercio global.
La arquitectura internacional, ya tensionada por la rivalidad entre China y Estados Unidos y por el curso sinuoso de la transición energética, perdería las anclas normativas que le dan certidumbre.
Conviene subrayar que el fallo de la corte de apelaciones no liquida de inmediato los aranceles. Ordena revisar el alcance del remedio y abre la vía a que la Suprema Corte intervenga. Pero la doctrina ya está trazada: la IEEPA no es una carta blanca para legislar por decreto en materia de comercio exterior.
La pelota vuelve al Congreso. Y con ella, regresa la pregunta de fondo: ¿gobiernan las leyes o gobiernan las urgencias autodeclaradas?
En este contexto, la frase “no me salgan con que la ley es la ley” deja de ser una provocación retórica y se convierte en diagnóstico: refleja a gobiernos que confunden voluntad con derecho.
Si Estados Unidos quiere preservar su liderazgo global, debe demostrar que la ley sí es la ley: acatar sentencias así sean impopulares, blindar la autonomía de su banco central y procesar sus diferencias a través de los cauces institucionales.
De lo contrario, la potencia que ayudó a escribir las reglas del sistema internacional terminará jugando sin reglas, y será el resto del mundo el que pague la factura.

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