Jorge O. Moreno: 100 años del Banco de México

Esta semana, el Banco de México cumple su primer siglo de vida. Es en este contexto de celebración que vale la pena mirar atrás para entender por qué su autonomía no es un tecnicismo jurídico sino el fundamento mismo que que conecta la estabilidad de precios con el bienestar de los hogares.
Fundado en 1925, la institución ha transitado de ser un banco emisor de dinero bajo tutela del Ejecutivo a autoridad monetaria con mandato constitucional de preservar el poder adquisitivo de la moneda.
Esa transformación —culminada en la reforma de 1993 que lo dotó de su actual autonomía— sintetiza las lecciones duras del siglo XX: la inflación no es un accidente; es una decisión (o una secuencia de decisiones) de la política económica.
En el centenario, el propio Gobierno subrayó que el 25 de agosto de 1925 se publicó la ley constitutiva y el 1º de septiembre abrió sus puertas; hoy el aniversario se conmemora incluso con piezas conmemorativas, un recordatorio simbólico de continuidad institucional.
Desde la óptica de un economista académico, la autonomía es la respuesta institucional a un problema analítico serio en nuestra ciencia social: la inconsistencia temporal en las políticas económicas. Kydland y Prescott — ambos Premios Nobel en 2004— demostraron que, en ausencia de reglas creíbles, los gobiernos tienen incentivos a prometer baja inflación hoy y a desechar esta promesa mañana para “empujar” el producto o el empleo, lo que genera expectativas racionales de inflación alta y equilibrios peores.
La solución no es la “voluntad” del funcionario en turno, sino reglas y compromisos que hagan costosa la desviación. Ninguna reforma expresa mejor esa intuición que un banco central autónomo con un único objetivo explícito.
En México, ese objetivo existe y está anclado en 3% para la inflación anual del INPC, con un intervalo de variabilidad de ±1 punto porcentual. Es un faro: no garantiza mares en calma, pero permite al timonel navegar por tormentas sin perder el rumbo.
La autonomía, sin embargo, no es sinónimo de rigidez o de dogma. Lucas —Premio Nobel en 1995— mostró que la política económica es un entrincado juego de expectativas entre los distintos agentes económicos: lo que el público cree que hará el banco central afecta lo que el banco puede lograr de forma efectiva.
Por eso las reglas —metas de inflación, calendarios de decisión, comunicados— no son burocracia; son la tecnología misma con la que se fabrican expectativas desde la política monetaria. Y por eso el banco debe ser predecible sin ser previsible: suficiente claridad para anclar creencias, suficiente flexibilidad para reaccionar a shocks.
México adoptó, desde principios de siglo, un régimen moderno de metas de inflación y comunicación programada; el resultado ha sido un proceso de desinflación de largo aliento, aunque con episodios —como el pospandemia— que recuerdan que los shocks de costos existen, y que la credibilidad se gana todos los días, no se hereda.
Los tiempos presentes ofrecen una instantánea ilustrativa de lo anterior. Tras el brote inflacionario global, la inflación general anual en México se moderó a 3.51% en julio de 2025 —casi en el objetivo—, con una subyacente con mayor presistencia y más lenta para ceder, especialmente en servicios.
En ese contexto, la Junta de Gobierno redujo la tasa de referencia a 7.75% el 7 de agosto de 2025, pero mantuvo un sesgo de cautela y comunicó que la convergencia plena al 3% se anticipa hasta el tercer trimestre de 2026.
Esto no es complacencia ni apretón “mecánico”: es una lectura de la persistencia inflacionaria en servicios, de las revisiones salariales y de la necesidad de preservar un diferencial real que continúe anclando expectativas.
¿Por qué tanta insistencia en la credibilidad en la institucipon? Porque, como recordó Milton Friedman — Premio Nobel en 1976—, los episodios de inflación persistente son, en última instancia, fenómenos monetarios.
Eso no niega los shocks de oferta; los reconoce, pero enfatiza que para evitar que estos shocks “contaminen” expectativas y salarios, el banco debe reaccionar con una trayectoria coherente.
Así, el instrumento privilegiado de la política monetaria no es el uso de la retórica, sino una tasa de interés que equilibre la demanda agregada con el producto potencial y que asigne de forma clara el costo intertemporal del gasto. La autonomía le da al banco la facultad (y la responsabilidad) de tomar estas decisiones, aun siendo impopulares cuando hace falta.
Los próximos años ponen a prueba esa arquitectura. En el plano internacional, el mundo navega un “nuevo régimen” donde la globalización se ha reconfigurado en cadenas de suministro más cortas; la transición energética, la geopolítica y los riesgos climáticos añaden volatilidad a precios de insumos clave. Para México, el nearshoring es una oportunidad de crecimiento, pero también un foco de presiones localizadas: salarios en corredores industriales, rentas en zonas fronterizas, costos de servicios urbanos.
El mandato del banco no es maximizar la IED a toda costa, sino que el crecimiento ocurra con una estabilidad de precios que permita la certidumbre en la toma de decisiones. Eso exige distinguir entre choques transitorios y persistencia, mejorar modelos —por ejemplo, el traspaso cambiario en un régimen con mayor apertura financiera— y comunicar con honestidad la incertidumbre. La credibilidad no solo descansa en “pegarle al punto medio”, sino en explicar por qué, cuándo y cómo se ajusta el instrumento.
El frente doméstico, por su parte, recuerda la vieja lección de Sargent – Premio Nobel, 2011 – y Wallace: la política monetaria no puede ganarle a la aritmética fiscal. México enfrenta en 2025 un ajuste desde un déficit elevado en 2024 hacia niveles más bajos, pero todavía significativos, y un capítulo complejo con Pemex: la empresa mantiene una deuda cercana a los 100 mil millones de dólares y necesidades de refinanciamiento y apoyo público.
Que la autoridad fiscal haya articulado esquemas para aliviar amortizaciones —incluido un fondeo extraordinario y cambios al régimen fiscal de la petrolera— reduce riesgos de corto plazo, pero subraya la interdependencia entre la salud de las finanzas públicas y la credibilidad del banco central.
Si el mercado percibe que la consolidación fiscal es frágil, la prima de riesgo puede encarecer el tipo de cambio y, vía traspaso, la inflación; si, por el contrario, el ancla fiscal es creíble, Banxico puede normalizar sin amenazar el anclaje de expectativas. Esa es la esencia de la “desagradable aritmética monetarista” que se enseña en las clases de política monetaria.
Nada de esto significa que debamos fetichizar la tasa por la tasa. El banco ha perfeccionado —y debe seguir haciéndolo— sus herramientas de diagnóstico: precios administrados y energéticos, brecha del producto, dinámica de salarios mínimos y contractuales, medición de la inflación subyacente y servicios intensivos en mano de obra.
La persistencia inflacionaria en servicios mexicanos sugiere que el canal de demanda y el canal de costos están interactuando de formas que los modelos lineales tradicionales quizá no capturan del todo. La respuesta no es “mirar para otro lado”, sino reforzar el análisis y, si hace falta, sostener una tasa real positiva por más tiempo. Aquí, de nuevo, la autonomía importa: es más fácil sostener decisiones impopulares cuando el mandato es claro y la gobernanza protege de presiones coyunturales.
También hay que recordar que “estabilidad” no equivale a “ausencia de crisis financieras”. Bernanke —Premio Nobel 2022, y ex presidente de la FED en Estados Unidos— subrayó cómo las disrupciones bancarias amplifican recesiones; el aprendizaje pos-2008 fue que la política monetaria y la regulación macroprudencial deben coordinarse, sin confundirse.
Para Banxico, el reto es doble: sostener el anclaje nominal y, al mismo tiempo, fortalecer el monitoreo de riesgos sistémicos (por ejemplo, exposición de intermediarios a tasas de interés, liquidez en fondos, riesgos de mercado asociados a episodios de volatilidad cambiaria). La autonomía monetaria no implica desdén regulatorio; implica claridad de roles dentro del andamiaje financiero.
¿Qué debe hacer, entonces, Banco de México en su segundo siglo? Primero, preservar la autonomía como un bien público valioso. Ello requiere disciplina interna (colegiabilidad, comunicación clara, evaluación ex post) y respeto externo (de Ejecutivo y Congreso) al perímetro de sus competencias. Segundo, defender el régimen de metas con mejoras tácticas: reforzar la guía cualitativa sobre el balance de riesgos y la persistencia subyacente, explotar mejor la información de alta frecuencia y comunicar “funciones de reacción” comprensibles para el público.
Tercero, integrar de manera explícita el nexo fiscal-monetario en su análisis: cuando la consolidación fiscal se fortalece, normalizar más; cuando se debilita o surgen riesgos cuasi-fiscales (p. ej., mayores apoyos a empresas estatales), reforzar el sesgo restrictivo para blindar expectativas.
En el margen, una prima de riesgo más baja vale tanto como 25 o 50 puntos base de recorte. Cuarto, continuar profesionalizando la supervisión y la coordinación macroprudencial para que el ajuste monetario no escale en tensiones financieras innecesarias.
Algunos objetarán que tanta ortodoxia “renuncia” a objetivos sociales. Desde mi perspectiva, esto es todo lo contrario. Como lo hemos visto y demostrado a lo largo de los 10 años que he tenido la oportunidad de colaborar en este espacio, la inflación es el impuesto más regresivo, castiga a quienes no tienen coberturas ni activos reales para defenderse y erosiona el contrato social.
Un banco central que rinde cuentas y que se sostiene sobre reglas —más que sobre voluntades— es un aliado del desarrollo, no su adversario.
En 1976, Friedman ya advertía contra la tentación de “gastar para salir del bache” ignorando las restricciones; en 1995, Lucas nos recordó que la gente aprende y ajusta; en 2004, Kydland y Prescott nos dieron el marco para blindar las promesas; y en 2011, Sargent enfatizó que sin una casa fiscal en orden, la monetaria se vuelve rehén. Banxico ha recorrido ese camino con éxito relativo.
Su centenario no es punto de llegada, sino punto de partida para un segundo siglo en el que, con autonomía y humildad analítica, convierta la estabilidad de precios en un activo estructural del país.
En suma: la autonomía de Banco de México no es un capricho tecnocrático; es la institucionalización de una lección científica sobre incentivos y expectativas.
Su reto —en un contexto de shocks globales, oportunidades de nearshoring, presiones salariales, y una ecuación fiscal que exige cuidado— es sostener la credibilidad mientras acompasa la economía hacia el 3% de inflación de manera durable.
Si lo logra, no solo honrará su pasado institucional y a quienes lo construyeron; asegurará que, el peso (nuestra moneda) siga siendo, más que un símbolo, un instrumento económico efectivo, creíble, estable y sólido, al servicio de todos los mexicanos.

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