Neoliberalismo y populismo: el huevo y la serpiente

Al inicio del siglo XXI, México contaba con viento favorable para ser una nación de éxito. En materia política había acreditado su cualidad democrática: por el voto libre el presidente perdió el control del Legislativo, se activó la división de poderes y tuvo lugar la alternancia pacífica. En la economía, el país había concluido profundas reformas estructurales para dejar atrás los desequilibrios de las crisis previas y se insertaba con dinamismo en los mercados internacionales tras la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Además, la población ofrecía una oportunidad histórica: dos de cada tres personas estaban en edad de trabajar y producir riqueza; el bono demográfico se hacía presente. Un país democrático, una economía abierta y de mercado, con una población joven dispuesta a generar riqueza. Un escenario promisorio.
Un cuarto de siglo después, México es una economía petrificada: hace dos décadas y media, el PIB per cápita de nuestro país era 59 por ciento mayor al promedio mundial; ahora apenas lo aventaja en 10 por ciento. México era el país número 50 en ingreso medio por persona y ahora es el 72. El crecimiento promedio por habitante en el siglo es de solo 1.5 por ciento, incluso inferior al 1.9 de la “década perdida” de los años ochenta. El saldo es de mediocridad económica y un desarrollo cada vez más esquivo.
En el campo político los retrocesos son rotundos: reconcentración del poder, el Legislativo sometido a la presidencia, se tomó por asalto la independencia judicial y se desaparece o doblega a los organismos constitucionales autónomos, sean electorales, de derechos humanos, de transparencia, de derechos de las audiencias. El poder se ejerce sin contrapesos y de forma atrabiliaria. De la democracia constitucional quedan ruinas.
La población está envejeciendo. Al finalizar este quinquenio habrá más personas mayores de 65 años que menores de quince. En lo que va del siglo, el grueso de los nuevos trabajadores no encontró empleo formal y se sumó a la informalidad. México envejecerá muy rápido sin un Estado de bienestar que cuente con pensiones contributivas ni servicios de salud y de cuidados suficientes. Se desperdició el bono demográfico.
Las venturosas expectativas de inicio del milenio fueron sustituidas por la anomia económica, el nuevo autoritarismo y por una crisis social que se expresa en la violencia e inseguridad cotidianas. ¿Qué nos trajo aquí? La respuesta, sin duda, pasa por revisar la calidad de los gobiernos que tuvo el país y sus principales definiciones de políticas.
Los tres primeros gobiernos emanados de la democracia (2000, 2006 y 2012) no fijaron como su prioridad reducir la desigualdad ni mejorar las condiciones de vida de las amplias mayorías. Ignoraron que el reclamo democrático era por el cambio social. Se conformaron con preservar los equilibrios macroeconómicos nominales —déficit, deuda, inflación, estabilidad monetaria— y despreciaron los objetivos económicos reales: crecimiento sostenido, creación de empleo formal, recuperación salarial y robustecer la cohesión social.
México fue guiado por la ortodoxia económica de tipo neoliberal. Se lograba contener el déficit no con más recaudación fiscal, sino a través de fijar magros niveles de gasto e inversión públicos. La economía no crecía, la pobreza seguía siendo masiva y la desigualdad continuaba como la cara más impresentable del país sin incomodar a sus élites dirigentes. Una democracia que fracasa en dar resultados sociales palpables siempre será frágil.
La tercera alternancia llegó en 2018 con proclamas justicieras. Pero se emprendió la reconcentración de poder, la destrucción de contrapesos, el ataque a toda disidencia. Se mantuvo la conducción ortodoxa de la economía con pocas variaciones: renunció a la redistribución fiscal, subió las transferencias líquidas a cambio de menor gasto en educación y salud y de severos recortes a la inversión pública; acertó sólo en la mejora sustantiva del salario mínimo. La cruzada populista se dio la misión de acabar con toda la institucionalidad democrática que el pluralismo había edificado.
La insensibilidad social del neoliberalismo alimentó el resentimiento que aprovechó el populismo autoritario. El populismo no ceja en destruir la democracia. El segundo no se entiende sin el primero. Dos plagas mayores explican el extravío de México en el siglo XXI: el neoliberalismo fue el huevo y el populismo la serpiente.

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