México y el laberinto de las presiones cruzadas

En política, como en el ajedrez, no siempre la jugada que da respiro es la que garantiza una victoria. La reciente decisión del presidente Donald Trump de conceder a México un plazo adicional de 90 días antes de aplicar aranceles definitivos puede parecer, a primera vista, una tregua, pero es más bien una pausa tensa, en una partida donde el tablero se mueve al ritmo de sus intereses y su calendario.
Con esta prórroga, México y China se convierten en las únicas dos naciones a las que se les ha extendido este margen de negociación. Los productos y componentes mexicanos contemplados dentro del marco del T-MEC están protegidos por lo pronto, sí, pero la amenaza arancelaria persiste. Se abre entonces una ventana de tres meses que podría aprovecharse para negociar. El problema es que esa misma ventana nos expone.
I. El espejismo del respiro: incertidumbre y asimetría.
Aplaudir este plazo como una buena noticia es al menos prematuro. Porque lo primero que hay que destacar es que la incertidumbre subsiste. El aparato productivo mexicano puede seguir exportando, es cierto, pero lo hace bajo la espada de Damocles. ¿Qué pasará después del 1 de noviembre? La inversión en general y en particular la extranjera no florece en terrenos movedizos. La incertidumbre, si bien es una variable que acompaña a la economía, es por definición su peor enemiga cuando es la que domina.
A esto se suma un segundo factor no menor: el calendario de esta negociación coincide con otro proceso de altísimo impacto estratégico. Donald Trump ha declarado su intención de no solo “actualizar” el T-MEC como lo establece su cláusula de revisión periódica, sino de someterlo a una revisión integral. Lo que está en juego ya no es el contenido técnico del tratado, sino su arquitectura misma. El hecho de que Canadá no haya recibido el mismo trato que México es sintomático; sugiere que lo que el presidente estadounidense persigue no es una mejora multilateral, sino un desmantelamiento estratégico del modelo trilateral.
Si esto ocurriera, México quedaría empujado a una mesa de negociación bilateral con Estados Unidos. En teoría, eso suena más directo; en la práctica, la realidad es mucho más cruda; la asimetría entre ambas economías coloca a México en una posición de debilidad estructural. Al menos el 80% de nuestras exportaciones tiene como destino el mercado estadounidense; en el arte de la negociación, la dependencia es una vulnerabilidad.
II. Seguridad como moneda de cambio.
El segundo aspecto que debemos observar con cuidado es que las presiones de Trump no se agotan en lo económico. En sus mensajes recientes ha reiterado que temas como el crimen organizado, el tráfico de fentanilo y la seguridad en general serán parte del paquete de negociación.
Esta extralimitación no es nueva, pero sí está cada vez más presente. La ecuación es tan peligrosa como sencilla: si México no logra resultados visibles en el combate al crimen, entonces la relación comercial será condicionada. De esta manera, la agenda de seguridad se convierte en una moneda de cambio geopolítica y económica.
Si bien una mayor presión para enfrentar a los grupos criminales puede conducir a resultados positivos, no podemos perder de vista el nivel de infiltración del crimen en las estructuras del Estado mexicano. Los recientes indicios sobre posibles vínculos entre actores del gobierno y organizaciones criminales comprometen la credibilidad del combate al crimen e introducen una dimensión altamente volátil a la política interna. ¿Qué ocurre cuando la presión externa exige una limpieza que compromete a quienes están en el poder?
La respuesta tiene implicaciones profundas porque esta tensión no solo erosiona la legitimidad del actual gobierno, sino que puede terminar fracturando al bloque gobernante y seguiría alimentando la narrativa de Trump, para quien México ha sido desde hace años una pieza útil en su tablero electoral.
III. Estado de derecho: el eslabón perdido del desarrollo.
El tercer componente, quizás el más subestimado en el debate público, es el impacto que todo este proceso tiene sobre el Estado de derecho en México. La reciente reforma al Poder Judicial, impulsada con prisas y sin consensos, ha encendido las alarmas porque, más allá del discurso soberanista, lo cierto es que las inversiones necesitan certezas jurídicas, reglas del juego estables, instituciones confiables.
Una justicia politizada o debilitada afecta los derechos de las personas, hecho ya de por sí grave, y erosiona también las condiciones estructurales para el desarrollo económico. El panorama no podría ser más complejo si se suma a este deterioro institucional una renegociación en condiciones bilaterales asimétricas y presiones en materia de seguridad con raíces en la propia fragilidad del Estado mexicano.
El error sería considerar estas esferas como compartimentos estancos. En realidad, estamos ante un fenómeno integral en el que la economía, la seguridad, la política y la institucionalidad se entrelazan. No es casual que la presión comercial se acompañe de exigencias en materia de seguridad y de críticas a la degradación institucional. Porque para nuestros socios o competidores internacionales, México no es un mosaico de problemas, sino un todo. Y ese todo hoy presenta grietas profundas.
Frente a este escenario, sería ingenuo esperar soluciones mágicas desde el exterior. Si bien las presiones de Washington son relevantes, la clave de nuestra respuesta está en la capacidad de construir un proyecto nacional propio. Uno que recupere la noción de interés público, que fortalezca el Estado de derecho, que reconstruya el aparato institucional y que sepa defender los intereses del país.
De lo contrario, corremos el riesgo de ser rehenes de una negociación que no dominamos, actores secundarios de un drama ajeno que se juega con piezas nuestras. El desafío está planteado, convertir este plazo de 90 días en una oportunidad para rectificar, porque, si algo ha demostrado la historia, es que los plazos que se conceden desde afuera son en el fondo pruebas que deben resolverse desde adentro.

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