Los emisarios de Tánatos

Freud nos advirtió: la mente humana está atravesada por dos fuerzas fundamentales. Eros, la pulsión de vida, que nos empuja a crear, a vincularnos, a construir civilización. Y Tánatos, su opuesto sombrío, la pulsión de muerte, que nos lleva a destruir, separar y devolver todo al caos original.
El fenómeno no es ideológico, sino emocional. No está circunscrito a la derecha o la izquierda, sino a una forma tanática de ejercer el poder: destruir lo existente sin construir nada mejor.
Muchos líderes autoritarios del presente –desde Trump hasta Bukele, pasando por Netanyahu, López Obrador, Milei o Putin– han llegado al poder cabalgando sobre Tánatos. Prometen orden, pero lo hacen desmantelando instituciones; prometen grandeza, pero fracturan sociedades, su herramienta es la demolición. La lista de emisarios es larga, pero algunos nombres sobresalen por su crudeza simbólica y fáctica.
Donald Trump desmantela de forma cruel el orden internacional basado en la cooperación, convierte centros de detención en jaulas inhumanas, y ejecuta deportaciones masivas con frialdad calculada. Recorta ayuda humanitaria como castigo político, sin el menor atisbo de compasión. Gobierna con una lógica de exclusión y desprecio, marcada por un odio visceral hacia el extranjero, el disidente y el más débil.
Vladímir Putin inicia una agresión brutal e implacable en Ucrania: bombardea hospitales, escuelas y refugios civiles, utiliza el gas como arma de sometimiento geopolítico, y convierte la guerra en una liturgia nacional sádica, donde el sufrimiento ajeno se glorifica como parte de un destino imperial.
Nayib Bukele, en nombre del orden, aplica medidas represivas de carácter inhumano: encarcela sin juicio a decenas de miles, hacinados en megacárceles diseñadas más para castigar que para rehabilitar. Exhibe cuerpos tatuados como trofeos, en un acto sádico de propaganda, y hace de la crueldad estatal un espectáculo político.
Andrés Manuel López Obrador actuó con negligencia deliberada y desprecio institucional: canceló de forma arbitraria un aeropuerto ya construido, destruyó fondos esenciales para la ciencia, la cultura y la salud, y fustigó a jueces, médicos y académicos como si fueran enemigos del pueblo. Acabó con los contrapesos y avasalló a todo el Poder Judicial. Su frase “abrazos no balazos” dio carta abierta a matanzas y desapariciones.
Javier Milei empuña una motosierra como símbolo de un poder destructivo y despiadado. Desmantela ministerios clave con una velocidad y frialdad casi vengativa, celebrando la demolición del Estado con un entusiasmo cruel, sin importar el sufrimiento social que deja a su paso.
Benjamín Netanyahu, tras los ataques del 7 de octubre, respondió con una ofensiva desproporcionada y cruel: bombardeó indiscriminadamente Gaza, deja sin agua, electricidad y alimentos a millones de personas, y convierte el castigo colectivo en una estrategia deliberada. Su accionar borra los límites entre defensa y venganza, exhibiendo una indiferencia inhumana ante el dolor civil.
Distintos contextos, lenguas y banderas. Pero una misma lógica: el poder entendido como demolición. La política guiada no por el deseo de vivir mejor, sino por el goce de destruir al otro.
Tánatos no construye hospitales ni escuelas. No propone políticas de salud, educación o ciencia. No diseña futuros. Lo suyo es dinamitar, incendiar, arrasar con lo que “ya no sirve” –según ellos– sin mostrar nunca con claridad qué vendrá después. Destruyen lo que existe con una furia justificada por el desencanto de muchos, pero no siembran nada en su lugar. Es como si dijeran: “Derrumbemos la casa, ya veremos luego si necesitamos un techo”.
Esta política de cementerios convertido en programa de gobierno revela más una compulsión que una visión. Es la política dirigida no por el amor a la vida sino por el resentimiento, el odio, la revancha. No es casual que sus narrativas estén cargadas de enemigos, traidores, parásitos, enemigos internos y amenazas externas. Es Tánatos arrebatando la escena.
Como bien ha planteado el filósofo camerunés Achille Mbembe, esta forma de ejercer el poder no sólo destruye, sino que organiza políticamente la muerte. En su concepto de necropolítica, el poder contemporáneo se define cada vez más por su capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe ser dejado morir. Gobiernos tanáticos no administran la vida en común, sino que producen abandono, exclusión, despojo y violencia sistemática. En ese marco, la vida de ciertos grupos –los empobrecidos, los racializados, los migrantes, los disidentes– se vuelve prescindible. Es el reverso brutal de toda promesa democrática.
Frente a esto, el gran desafío de las fuerzas democráticas no es sólo resistir, sino reconectar con Eros. Volver a proponer un horizonte de sentido, de esperanza. Defender no sólo instituciones, sino la idea misma de comunidad, de proyecto compartido. Porque si los demagogos destructores ganan terreno, es porque Eros se ha quedado mudo. Porque la promesa de progreso, justicia y bienestar ha perdido brillo o credibilidad.
No basta con oponerse al desmantelamiento. Hay que volver a ilusionar. Volver a imaginar. Volver a construir.
Tánatos ya está en el poder en demasiados lugares. No lo venceremos con miedo, ni con nostalgia, sino con algo mucho más potente: la voluntad colectiva de amarnos y vivir mejor, juntos.

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