El Nobel del miedo

Esta semana, Diego Luna apareció como conductor invitado en Jimmy Kimmel Live! y no llegó solo. Llegó con maletas. Literalmente. Desde el arranque de su monólogo dejó una frase que, envuelta en risa, destilaba una verdad incómoda:
“English is not my first language… so I hope you guys will help me if I get —what’s the word?— deported.”
Aplausos. Risas. Ironía. Pero también un eco sordo, profundo. Porque esa broma solo funciona porque es posible. Y si es posible para él —un actor con trabajo, arraigo y reconocimiento público—, ¿qué queda para el resto?
Luna puede permitirse el chiste. Otros millones ni siquiera pueden decir la palabra. No sin temblar. Porque en la era Trump, el miedo ya no discrimina entre tener o no tener papeles. El miedo se volvió un idioma que todos entienden, incluso los ciudadanos naturalizados. Incluso quienes crecieron aquí. Incluso los hijos de este país.
En términos absolutos, Trump ha deportado menos personas en ambos mandatos que sus antecesores inmediatos. Barack Obama superó los tres millones de expulsiones durante su presidencia; Joe Biden, aunque con una retórica más humanista, mantuvo mecanismos de rechazo exprés como el Título 42 y CBP One, alcanzando cifras incluso mayores.
Sin embargo, en su regreso al poder en 2025, Trump ha profundizado un enfoque diferente: más que cifras, ha consolidado un régimen simbólico basado en el miedo, apuntando no solo al que cruza la frontera, sino al que ya había echado raíces.
Trump no juega con cantidades. Juega con símbolos. Su estrategia no opera en la frontera, sino en el alma. No necesita expulsar a millones. Le basta con hacer que millones se sientan expulsables.
Va directo al arraigo. A la madre con tres hijos ciudadanos. Al trabajador que lleva quince años cotizando. Al joven que ya no sabe si es mexicano o estadounidense. Al que brincó un muro sin saber que lo estaba brincando.
Uno de los golpes más brutales, y menos discutidos, fue la decisión de suspender la protección legal de más de medio millón de personas beneficiarias del TPS (Estatus de Protección Temporal). El Salvador, Honduras, Haití, Nicaragua, Venezuela: comunidades enteras que vivieron décadas con permiso, aportando al país y criando familia, quedaron de pronto en el limbo.
Trump no los deportó. Los dejó irregulares. Les quitó el suelo sin necesidad de moverlos. Ni dentro ni fuera. Ni bienvenidos ni expulsados. Ni ciudadanos ni ilegales. Solo suspendidos.
En 2018, su administración ya había intentado cancelar el TPS para seis países. Los litigios detuvieron la medida, pero su objetivo quedó claro: redefinir quién merece estar aquí, incluso después de haberlo ganado legítimamente. No renovar, no proteger, no reconocer. El castigo no es físico. Es existencial.
Ese tipo de miedo no es nuevo. Ya lo había intuido Octavio Paz, desde otro lugar, en El laberinto de la soledad. Escribía que el mexicano “puede doblarse, encogerse, agacharse, pero no rajarse”, porque abrirse implica mostrarse. Y eso nos da miedo.
Hoy, el migrante con documentos adopta esa misma máscara —no por pudor, sino por supervivencia emocional—. Habita un cuerpo legal que ya no garantiza seguridad. Un arraigo que dejó de ser escudo y se volvió blanco. No hablamos de irregularidad, sino de otredad forzada: una condición interior donde lo legal existe, pero la dignidad tiembla. Donde estar “dentro” ya no significa pertenecer.
Lo que Trump ha construido no es una política migratoria. Es una narrativa emocional, cuidadosamente diseñada para que hasta el más protegido dude de su derecho a permanecer. Aquí es donde las herramientas del pensamiento ayudan a descifrar el mecanismo.
Hannah Arendt nos habló de la banalidad del mal: ese que se institucionaliza, que se vuelve costumbre. Michel Foucault nos enseñó a mirar el poder que opera sobre la vida misma, que regula movimientos, gestos, vínculos. Judith Butler nos recordó que la legalidad es también una ficción emocional: un contrato que puede romperse sin aviso.
Y Donald Trump lo rompió.
Antes del fin
Lo que Diego Luna puso en escena —entre risas— es la antesala de lo que millones viven en silencio. Porque si el miedo alcanza al visible, al documentado, al exitoso… entonces nadie está a salvo del temblor.
Lo que hoy está en juego no es solo el futuro migratorio. Es el presente emocional de una comunidad que ya no se siente segura ni cuando cumple las reglas. Porque cuando incluso los documentos tiemblan, lo que está roto no es un sistema. Es la idea misma de hogar.

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