El Estado está roto
El Estado está roto y no hay quien tienda un puente que impida se siga profundizando el desencuentro. No estalló ayer una crisis constitucional porque la mayoría de ocho ministros de la Suprema Corte de Justicia necesarios para declarar la inconstitucionalidad de la reforma judicial se rompió con el voto de Alberto Pérez Dayán, pero no subsanó la crisis política en la que vivimos porque la interrelación de los poderes dejó de funcionar. Esto se va a resolver a partir del segundo semestre del próximo año, pero bajo un régimen diferente, donde el poder ya no tendrá contrapesos y será vertical.
En el camino se están llevando el país al despeñadero, sin querer verlo porque sus intereses coyunturales pesan más que las consecuencias a largo plazo. Los pilares del nuevo régimen que se erigirán a partir de la nueva reforma judicial contravienen las normas internacionales sobre el debido proceso y la independencia de los juzgadores, lo que provocará que la justicia va a estar al alcance y al servicio principalmente de quienes tengan dinero para comprar juzgadores o armas para matarlos si no dictan sentencia en beneficio de sus intereses. Si no se tiene dinero, serán las amistades y complicidades en el nuevo régimen quienes proporcionen la llave de la puerta para obtener justicia.
La destrucción institucional, aún en vísperas de oficializarse, detonó que juzgadores vinculados al gobierno de Claudia Sheinbaum empezaran a vender plazas en el próximo Poder Judicial para que el control lo tenga el nuevo régimen, y que uno de quienes seleccionó la Presidenta para formar parte del Comité de Evaluación propuesto por el Ejecutivo para la elección de juzgadoras empezó a cabildear en la Corte para colocar a sus aliados en el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, que se teme será utilizado como un instrumento de persecución política.
El nuevo Poder Judicial ya no vigilará la Constitución, sino la utilizará para ir apuntalando el nuevo régimen, desapareciendo como uno de los tres pilares del Estado mexicano. Cuando surja un juzgador con espíritu legalista y autonomía, habrá una ley que evite que el Poder Judicial revise o bloquee una acción del Ejecutivo que considere ilegal, porque será la Presidenta quien determine qué es legal y adecuado para sus fines. Va a ser el mundo de la arbitrariedad, donde un poder, el Ejecutivo, será el que determine la suerte del país y los ciudadanos.
A donde llegamos no fue mediante un curso natural. Fueron las personas, no las circunstancias, las que han llevado al país a este punto.
La Suprema Corte de Justicia se partió, no de manera simétrica, sino en dos bloques donde dejaron a un lado la observancia de la Constitución y jugaron a la política. Hay tres ministras –Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz– cuya claudicación a su obligación para satisfacer cada deseo del expresidente Andrés Manuel López Obrador llegó a niveles de antología. Hay ministros, en particular la presidenta de la Corte, Norma Piña, que escogió el activismo para enfrentar los abusos de López Obrador, que en los reveses judiciales a sus actos ilegales fue alimentando su odio hacia los ministros y su estrategia de venganza, en la forma de una reforma judicial.
La presidenta Claudia Sheinbaum se apropió de los odios y la intransigencia de López Obrador, enfrentando con descalificaciones al Poder Judicial, calificando a sus integrantes de egoístas que sólo pensaban en sus privilegios y jubilaciones, generalizando las debilidades de los menos y difamando a la mayoría de los juzgadores, en una campaña sistemática que inició en el gobierno anterior para estigmatizarlos como corruptos. Borró la convivencia con otro poder del Estado mexicano al que se comprometió con López Obrador, en los hechos y los dichos, para liquidar ese Poder Judicial y erigir uno donde la verticalidad autócrata será el cuerpo del nuevo régimen que está apuntalando.
El Congreso y el Senado se declararon en desacato contra las decisiones de la Corte que afectaran la reforma judicial que habían aprobado a toda prisa, llevando al país a una crisis constitucional y amenazando a los juzgadores con iniciar un proceso para meterlos a la cárcel. Los líderes legislativos de Morena, Adán Augusto López y Ricardo Monreal, siguiendo las instrucciones de López Obrador, no de la Presidenta, rompieron con el Poder Judicial llevándolo al terreno del enemigo a matar, y no del poder con el cual tendrían que armonizar. El último ejemplo lo dio Monreal ayer, al decir con una soberbia desafiante que los tenía sin cuidado la resolución en la Corte. Ergo, la Corte no es un poder del Estado mexicano que merezca respeto institucional; la pueden pisar cuantas veces quieran.
Las reglas están demolidas. La anomia es el nombre del juego. La división de poderes del Estado mexicano, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, se ha descarrilado por diferencias insalvables, con lo cual el poder de autoridad que pretende su equilibrio y armonía se ha vuelto disfuncional. El principio de la necesidad de que las decisiones no debían concentrarse mediante un sistema de contrapesos, inspirado en las teorías de John Locke y Montesquieu, que concebían como complemento a la regla de mayoría en los sistemas democráticos la protección de las libertades individuales, se evaporó ayer.
El nuevo régimen que se empezará a construir condicionará las libertades individuales al capricho del poder supremo de la Presidencia, a sus ánimos y necesidades inmediatas, en perjuicio de las mayorías y de los que menos tienen, con un sistema político vertical, unipersonal, sin límites ni equilibrios, donde la libertad, la ley y el destino dependerán de una sola persona, sólo una que, además, podrá hacer lo que quiera porque así estará en la Constitución reformada. La democracia, como la conocemos, será cosa del pasado.
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