Confusión y falta de acuerdos
Lo que está ocurriendo en nuestro país con la exacerbada disputa entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial se ha convertido en un laberinto kafkiano que ya no tiene ni pies ni cabeza.
Tanto el Ejecutivo como el Judicial se acusan mutuamente de intentar fraguar un golpe de Estado a fuego lento. El uno al otro se señalan de no respetar la Constitución, que es la ley máxima que regula al país en el ámbito político. Es decir, en la Carta Magna están contempladas las facultades y atribuciones de cada poder, de cada estado, de cada actor, y determina con límites muy claros qué se puede hacer y qué no dentro del marco de la legalidad.
Sin embargo, ahora estamos en un limbo jurídico, en un enredo que se complica cada vez más con leyes para blindar reformas y renuncias masivas de jueces, magistrados y ministros y ministras de la Corte porque, a fin de cuentas, las controversias entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial desde hace mucho tiempo dejaron de ser fundamentalmente jurídicas y pasaron al terreno de la política.
Se trata de un inevitable choque de poderes, cada cual con sus armas y con sus herramientas, cada cual esgrimiendo sus razones y sus miedos, pero a fin de cuentas bajo la lógica de los contrincantes que se enfrentan en un campo de batalla que es la arena pública.
En este punto de la discusión, con posiciones irreductibles de ambos lados, ya está más que rebasada la ignorada o reinterpretada fracción I del artículo 61 de la Ley de Amparo —que indica que este recurso no puede aplicarse para impugnar reformas constitucionales—, así como también las reflexiones de la Corte que hace no mucho se consideraba no facultada para reformar la Constitución y que ahora a través del proyecto del ministro Juan Luis González Alcántara busca invalidar algunas partes de la reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación, pues considera que es contraria a la división de poderes y a la independencia del Poder Judicial.
Y es que el terreno de la política es pantanoso, pues aunque exista un marco legal que supuestamente todos los actores juraron defender y hacer valer, en realidad se convierte en una lucha de vencidas, en la que se impondrá la razón —o interpretación— del más fuerte. Por un lado, se exhibe el cheque democrático de una votación masiva e histórica en la que 36 millones de personas dieron su respaldo a un proyecto; por el otro, se invoca la legalidad como ente superior del Estado y advierte sobre los riesgos de la excesiva concentración de poder en una sola persona. Cuando ambos lados creen tener la razón, las posturas son irreconciliables.
Este precedente no es nada bueno para nuestra ya de por sí incipiente democracia. De acuerdo con expertos, independientemente de la decisión que tome la Suprema Corte de Justicia de la Nación el próximo martes en torno a la inconstitucionalidad de la reforma judicial que ya está en la Carta Magna, las modificaciones que impulsa una supermayoría desde el Congreso le restan espacio al disenso y tienden el camino hacia una tentación autoritaria.
La reforma judicial en el fondo le está otorgando poderes supremos a San Lázaro, que al menos por los siguientes tres años permanecerá bajo el control de una mayoría inédita que está actuando no como un poder independiente, sino como una extensión del Ejecutivo. Y de paso están anulando a un poder, que si acaso sólo cumplirá una función testimonial, pues la posibilidad de actuar como dique y contrapeso ya se dinamitó.
Este es un caso en la historia de México que no hemos vivido antes. El precedente que sienta es alarmante, pues traza la ruta de la política y la justicia en nuestro país en el futuro inmediato.
Sotto Voce
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