AMLO, Sheinbaum y 1994
López Obrador disfrutó de una transición tersa. Él se la niega a su elegida.
Las perspectivas del momento mexicano se reanimaron con el triunfo pacífico e incuestionable del líder histórico de la izquierda popular y sus guiños iniciales de centrismo político. El presidente saliente no fue factor de discordia en la elección y, por tanto, el traslado de poder fluyó de manera prácticamente fraterna. El nuevo presidente no tenía rivales que le disputaran protagonismo o agenda. El país nuevamente superaba con éxito la prueba de una alternancia que parecía mucho más profunda en términos ideológicos y de ruptura de la clase política gobernante, sin ningún atisbo de reacción de los intereses despojados. Se reeditaba la Presidencia con amplia mayoría en el Congreso, después de casi un cuarto de siglo, pero ninguna inquietud de deriva autoritaria empañaba la rehabilitación del liderazgo fuerte. México lucía sólido institucionalmente. La transición de 2018 rebasó por la derecha la envidiable serenidad del fin del partido hegemónico en 2000.
Claudia Sheinbaum lidia con una transición que evoca la de 1994. En particular, a ese forcejeo silencioso entre facciones del régimen por los reacomodos transexenales de poder, que explica buena parte de los acontecimientos y secuelas de aquel “año terrible”. Tras las bambalinas del festín de la nueva hegemonía están los trozos de la disputa por el predominio interno. La presidenta electa ratifica nombramientos anunciados en la mañanera. Intercambia fichas en el almanaque del primer gabinete de su administración. Amadrina los ritos de absolución en Sinaloa. Deja pasar los lances nacionalistas de un presidente que ya no tendrá que hacerse cargo de los arrebatos de Trump o de las necesidades pragmáticas de una posible administración Harris. Aplaude los desplantes de mano alzada que, para muchos, anticipan los métodos de decisión que nos esperan. La iniciativa política de la nueva presidenta está desplazada por ocurrencias o por la invención de problemas absolutamente innecesarios. Parece resignada a resolver después los desmanes de la fiesta de jubilación, porque entendió, como afirma Zepeda Patterson en una de sus colaboraciones recientes, que no era posible ni conveniente escatimar gusto alguno “a quien gestó el milagro político que hace posible un cambio de régimen”. Simplemente nadie puede rebasar por la izquierda o por la derecha a López Obrador.
La reforma judicial es la estampa de esa rivalidad facciosa que parece entrampar a la presidenta electa. Si esta reforma no es el último manotazo de un presidente vindicativo o el guion de la justificación posmortem a los fracasos de la 4T, sino el primer cambio estructural de su plan de gobierno, no tiene ninguna lógica la forma y los medios para acometer este fin.
La presidenta electa empeña su bono de legitimidad, la expectativa sobre su ‘estilo personal de gobernar’, en un proceso desaseado que pasará a la historia como la huida de una mayoría abultada pero sin razón ni argumentos. En los vicios formales y su justiciabilidad se atrincherará seguramente la defensa política y gremial contra el agandalle y la privación de derechos. No bastará con recurrir a la vieja ortodoxia de que una reforma constitucional nunca puede ser inconstitucional. Con el voto particular de Zaldívar en el expediente de la acción de inconstitucionalidad 15/2016 muchos jueces se sentirán cómodos para sostener sus suspensiones o sentencias de amparo.
Los mercados y nuestra comunidad comercial ya han anticipado las implicaciones de la reforma judicial en la certidumbre y la confianza sobre nuestro país. Nadie objeta ni la intención ni el alcance de sacudir, incluso radicalmente, una institución por definición perfectible. La tragedia que todos avecinan es el riesgo de colapso de un modelo alterno, caótico y tramposo, operativamente inviable, sin referente histórico o comparado, que anticipe el enorme costo social del fracaso. La experimentación populista en una cosa tan seria como la pacificación de nuestros conflictos y la decisión sobre nuestra vida, libertad o patrimonio. Si la iniciativa es suya, por auténtica convicción, ¿para qué arrancar a la brava, irreflexivamente, uno de los pocos alfileres con los que se sostiene la credibilidad de un país violento, endeudado y desigual?
López Obrador heredará una crisis institucional inédita. Creó la causa que la oposición no tenía y que ha sacado a una generación de jóvenes a la calle. El mayor clima de desconfianza en la relación bilateral con Estados Unidos. Varios testigos protegidos allende fronteras. Expectativas infinitas de gasto público, las arcas vacías y la improrrogable exigencia de reducir el déficit público. Un país en alfileres: 1994.
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