Hacia un tratado de seguridad para América del Norte (II)
El viernes, AMLO dio su penúltimo Grito de Independencia. Estamos ya en la recta final del sexenio. Desafortunadamente, el gobierno de López Obrador no logró resolver la crisis de violencia que arrastramos desde tiempos de Calderón. Hemos observado algunos avances y también tropiezos, pero el balance general es de estancamiento (con retrocesos inocultables en algunos temas como “cobro del derecho de piso”, control territorial del crimen y desaparición de personas). Duele admitirlo en estas fechas patrias, pero no podemos solos. En México tenemos, por un lado, las organizaciones criminales más sofisticadas, grandes y rentables del planeta, con sus ejércitos privados de miles de sicarios. Por el otro lado tenemos un aparato policial y un sistema de justicia débiles y proclives a la corrupción. Necesitamos ayuda y pareciera que, si no la recibimos pronto, ésta se volverá urgente conforme pase el tiempo.
Por supuesto, la idea de invertir más y construir capacidades propias siempre sonará bien. Depurar y fortalecer nuestras instituciones es una labor en la que no debemos claudicar. En algunos estados y ciudades con más recursos esta estrategia ya ha dado frutos. Sin embargo, también es necesario hacer un análisis crítico de los últimos tres sexenios y reconocer que el esfuerzo doméstico para fortalecer nuestras instituciones es insuficiente ante la magnitud del desafío. En un escenario optimista, nos tomará otros 20 años contar en todo el país con corporaciones policiales relativamente confiables –en materia de fiscalías incluso más–. Las instituciones al norte de la frontera tienen sus propios vicios, pero es innegable que cuentan con capacidades comparativamente enormes, sobre todo en materia de inteligencia e investigación.
Como explicaba en un texto previo sobre un posible tratado de seguridad para América del Norte, la seguridad en México será cada vez, en mayor medida, un tema prioritario al norte de la frontera, tanto por la integración de cadenas productivas, como por el creciente número de estadounidenses y canadienses que radican en nuestro país. En Estados Unidos y en Canadá hay, y cada vez habrá más, interés en colaborar. Sin embargo, principalmente por decisión nuestra, la colaboración y el apoyo que recibimos de nuestros vecinos ha sido marginal. Estados Unidos dio algunos recursos, nada muy significativo en términos globales, por medio de la Iniciativa Mérida. La DEA y otras agencias también buscan intervenir, de vez en vez, para que se detenga a un criminal de alto perfil, y luego para que éste sea extraditado, como ocurrió el viernes con Ovidio Guzmán (lo que potencialmente lo convierte en un informante de altísimo valor). Hay muchos otros aspectos en los que habría un margen amplio para una mayor colaboración con nuestros vecinos (capacitación, equipamiento, inteligencia y un largo etcétera), pero de forma ilustrativa describo dos que me parecen críticos:
Primero: selección de blancos. En Washington hay una obsesión, hasta cierto punto comprensible, con el Cártel de Sinaloa, y en general con los cárteles dedicados al narcotráfico. Otros grupos, sobre todo las mafias regionales dedicadas a la extorsión, les preocupan poco o nada. Hasta ahora la selección de blancos en México es un proceso obviamente sujeto a presiones de Estados Unidos. Sería muy provechoso sustituir estas presiones casuísticas por un mecanismo formal, en el que se establezca un listado común de criminales más buscados de Norteamérica, contemplando los intereses de los tres países.
Segundo: investigación de funcionarios de alto nivel. Hemos fracasado en cuidar a nuestros policías, nuestros fiscales y nuestros alcaldes. Los asesinatos –como el del representante de la FGR en Guerrero, ocurrido hace apenas unos días– son un recordatorio de que los criminales intentan constantemente intimidar y cooptar a estas autoridades. Lo hacen porque se puede, y se puede porque no tenemos mecanismos efectivos para garantizar que quienes ocupan posiciones de alta responsabilidad estén limpios. Hace años optamos por un modelo masivo y burocrático de controles de confianza que no se enfoca en el apremiante problema de aislar a los funcionarios y elementos de la influencia criminal. En este punto nos podríamos beneficiar mucho de las experiencia de las agencias norteamericanas para “vetear” a profundidad, no a toda nuestra fuerza pública, pero sí a mandos y funcionarios clave.
Es ingenuo pensar que cualquier negociación entre México y Estados Unidos se da en términos de igualdad. La asimetría es insoslayable. Sin embargo, esta asimetría no debe implicar subordinación. No se trata, por ejemplo, de dejar en manos de agencias estadounidenses la designación de los blancos prioritarios a ser capturados en territorio mexicano. Tampoco se trata de que el Departamento de Estado palomee a nuestros mandos policiales y nuestros alcaldes. De lo que se trata es de buscar fórmulas (por ejemplo, un panel con representación de los países miembro) que permitan aprovechar capacidades que existen al norte de la frontera y que son necesarias acá para tareas cruciales.
Lo ideal sería que se lograra un acuerdo de seguridad entre los gobiernos de México, Estados Unidos y Canadá (sin descartar la participación de otros países de Centro y Sudamérica) que fuera ratificado por los legislativos, con disposiciones vinculantes. Es decir, un tratado. Sin embargo, primero será necesario allanar el camino desde otras instancias. La sociedad civil, la academia y la iniciativa privada podrían promover acercamientos y programas piloto, y ayudar a demostrar que una colaboración estrecha en materia de seguridad no necesariamente implica perder soberanía, pero que puede ser la clave para empezar a ver la luz al final del túnel.
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