La marcha eterna
Cuando uno escucha que una marcha es como el reloj de arena que finiquita el tiempo en cada movimiento, poco se entiende que el paso a paso, codo a codo que forma una buena parte de la nación, es mucho más que pletóricas avenidas llenas de ciudadanos. El hecho de llamar a la gente, ciudadanos, ya habla de un avance que hay que defender en buena parte porque la expresión política es un derecho constitucional que enmarca un deber ciudadano cuando se trata de proteger a la polis de millones de habitantes, el ágora es la plaza pública y también, el espacio digital.
La marcha del 26 de febrero no podrá quedar como simple fecha en el calendario cívico, como la “resurrección de las clases medias” como muchos la han catalogado. Sabedores que las grandes revoluciones y muchas de las mejores páginas de la historia universal se han dado con representantes de esa vapuleada clase que a la vez tiene varios subniveles, el pánico al hombre del Palacio es real. La polarización y un desfasada “lucha de clases a la mexicana” han logrado junto con el insulto desde la primera magistratura a todo el que no piensa como él, carcomer la convivencia social, taponear el diálogo constructivo y hace peligrar lo que se afianzó desde 1977 con la reforma política; apaciguar al México bronco que en las armas busca una transformación social. De la montaña al congreso, de la guerrilla urbana al partido político, de la hegemonía de un partido hegemónico a la pluralidad organizada y participativa, del sueño imposible de la alternancia presidencial a la norma en los tres órdenes de gobierno, del que gana siempre a la competencia electoral de la incertidumbre por el resultado.
El error de los críticos de la marcha es personalizarla y dar consignas que ofenden y peor si vienen desde el poder. Sin estadista que convoque a la unidad, a la articulación de causas para fundamentar el desarrollo pendiente, a la integración de las mejores fuerzas sociales, es que una gran parte de la sociedad decide salir a la calle para hacerse escuchar.
Una de las virtudes de la democracia es el voto. En México la historia ha sido cuesta arriba, pero, incluyendo al viejo partido y todas las expresiones políticas, sumando la que está en el poder, se moldeó un sistema electoral con más de un cuarto de siglo. Para un país con la desigualdad social tan abyecta y con un crisol de la pluralidad política que no se acaba en un blanco y negro, el voto es respetado y contado, pero también es quizá el único referente que nos hace iguales. El voto de Slim vale lo mismo que el sufragio del campesino de Zongolica. El tema no es menor ni es una abigarrada fórmula de colegios electorales donde puede ganar el que menos sufragios tuvo.
El poder contaminante del narcodinero en las campañas, la pérdida del sentido histórico de todos los partidos políticos, la crisis de cuadros políticos profesionales, la ausencia de un “nosotros como nación” y vernos en la ruta en el próximo medio siglo, el desfase del poder federal frente a estados y municipios, la crisis en el Congreso de la Unión por el que han pasado miles y de muy pocos existe el recuerdo de vocación y humildad política, es la otra marcha permanente por la que debemos dar batalla. Esos fantasmas no se irán nunca, pero de la luz democrática dependerá su existencia como la del poder del voto como la herramienta esencial para premiar o sacar a los gobiernos.
El Zócalo es el corazón emblemático de México. También será gráfica del vibrar por una democracia que no se acaba en elecciones ni en la destrucción de apetitos autoritarios desde el poder.
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