El invierno de López Obrador
No es casual que el presidente Andrés Manuel López Obrador, sin prudencia ni recato diplomático, se haya tirado de cabeza para defender al presidente de Perú, Pedro Castillo, que para impedir su tercer juicio por corrupción, intentó un autogolpe de Estado disolviendo al Congreso horas antes de la votación. Su gesto fue desmedido, pero hay razones profundas que lo están motivando, y en el ejemplo de otros, como Castillo, o la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández, condenada a seis años por el delito de administración fraudulenta durante sus 12 años de gobierno –no irá pronto a prisión porque tiene fuero–, está construyendo una ruta transexenal en el caso que le depare la misma suerte.
En un mensaje en Twitter lamentó que “por intereses de las élites económicas y políticas” –la justificación diaria en Palacio Nacional ante la mediocridad de su pretendida transformación–, la “presidencia legítima” –como proclamó la suya tras perder la elección presidencial con Felipe Calderón– de Castillo haya sido barrida por “el sui géneris precepto de ‘incapacidad moral’”, que existe en la Constitución peruana desde 1993, por lo cual, cuando menos, si no quedarse callado, lo debió haber obligado a un mejor fraseo en la defensa del expresidente.
Salvo el presidente boliviano, Luis Arce, cuyo compañero de armas Evo Morales –otro amigo de López Obrador–, que violó la Constitución de su país para preservarse en el poder, los gobiernos auténticamente de izquierda en América Latina fueron más cautos y propositivos. López Obrador, que se encuentra en las antípodas de esas virtudes, prefirió torcer la realidad peruana. No fueron las élites las que rechazaron el putsch de Castillo, sino su partido, miembros del gabinete que renunciaron cuando disolvió el Congreso, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, que dijeron que estarían del lado de la Constitución, la Fiscalía de la Nación, el Poder Judicial, figuras de la izquierda, entre muchos otros que opusieron al golpe.
López Obrador tiene razones de fondo en levantar la voz, so riesgo de quedar como un intervencionista, pero que trasluce sus inquietudes. No en él, que dijo el miércoles que no temía ir a la cárcel tras dejar la Presidencia. En efecto, por la información recabada en fuentes federales, no tiene esos miedos, pero tiene otros, sus tres hijos mayores. En noviembre, de acuerdo con información confiable, le pidió a la Fiscalía General trabajar estrategias que pudieran frenar cualquier investigación en contra de sus hijos José Ramón, Andrés y Gonzalo. López Obrador parece tener miedo de que a sus tres hijos les abran carpetas de investigación por presuntos actos de corrupción.
Hasta ahora, mucho se ha hablado, sin comprobar, de la intensa gestión de negocios de su hijo Andrés en los megaproyectos presidenciales. Pero hasta ahora nada se ha documentado ni existen denuncias públicas. La parte conocida de Andrés es la colocación de amigos y conocidos en diversos cargos de gobierno, lo cual, pese al desastre de gestión y daño al erario por incompetencia, cometidos por la mayoría de sus recomendados, no alcanza para fincarle ninguna responsabilidad penal por el delito de tráfico de influencia, al no ser servidor público. En un caso similar se encuentra, hasta donde se sabe, Gonzalo, el más alejado del escrutinio público.
Su hijo mayor, José Ramón, se ha visto involucrado en dos casos de presunto conflicto de interés. El primero fue por haber vivido en 2019 y 2020, junto con su familia, en la casa de un ejecutivo de la compañía petrolera Baker Hughes, que tiene negocios hace tiempo con Pemex, sin que se hallara un vínculo que lo probara. En el proceso de aclaraciones surgieron acusaciones de otro conflicto de interés, cohecho o soborno con el propietario del Grupo Vidanta, muy amigo de López Obrador, pero la Secretaría de la Función Pública no encontró delito que perseguir. A lo que hasta ahora se le puede señalar, no acusar, a José Ramón, es que su vida privada es totalmente opuesta a lo que predica su padre. Pero tener dinero y disfrutarlo no es ilegal. En todo caso, ese es un tema privado que tendrían que saldar padre e hijo para que no lo meta en tantas contradicciones retóricas.
Qué más puede existir para que el Presidente haya pedido que se vaya preparando el blindaje legal para ellos, es algo que no se puede saber, cuando menos por ahora, pero sí es un tema que inquieta a López Obrador. Pero sus hijos no deberían ser los únicos que le preocuparan. El propio Presidente podría enfrentar varios probables delitos. Uno muy notorio y que pasa invisible frente a nuestros ojos es el probable delito de peculado, en cuyo artículo 223 constitucional, en su fracción II, se castiga usar recursos públicos de manera ilícita para denigrar “a cualquier persona”, como sucede diariamente en la mañanera. Otro evidente, donde él es un delincuente confeso, es por omisión, contemplado en el artículo 109 constitucional, al haber ordenado liberar a Ovidio Guzmán, el hijo de Joaquín el Chapo Guzmán, cuya justificación moral quedó anulada al nunca instruir a su gobierno proseguir su búsqueda y captura.
Hay más posibles delitos. Uno por actos pasados, las muertes causadas en niños por la falta de medicamentos para el cáncer, como parte de una política de salud ordenada por él. Otros, para ser analizados dentro del artículo 108 sobre daño patrimonial al Estado y corrupción, por el Tren Maya –además de daños ambientales irreparables– y la refinería Dos Bocas, proyectos derivados de sus ocurrencias, no de análisis de factibilidad y viabilidad, que han casi triplicado sus presupuestos sin que siquiera se conozca en este momento que operarán en los tiempos planeados y darán los resultados ofrecidos, como está sucediendo con el Aeropuerto Felipe Ángeles.
No es casual, ciertamente, la defensa y retórica de López Obrador a favor de Castillo y Fernández. Por precaución o temor, sabe o intuye que en el invierno de 2024 la vida apacible que se decía para sí mismo en su retiro, podría ser todo lo contrario.
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